CUENTO:

TEODORO

Como una sombra, Teodoro camina entre los trozos de mármol. Pronto llega hasta la pared del gran cementerio abandonado y sale a la calle por un pequeño hueco. Lleva una bolsa con el último objeto convertible en dinero: su viejo reloj de pared. Un gesto de dolor le tuerce los labios. Las arrugas son surcos de la vida a la intemperie. Pero hasta las arrugas se han suavizado con el correr de los años. En el ómnibus, los pasajeros van dejando un vacío a su alrededor. Alguien dice:
-¿Cuánto hará que no se baña?
El viejo, sordo por compromiso, ignora el comentario. Ya no contesta. Tras los cristales, observa y no observa. Los demás ya no importan.
De pronto, mira por la ventanilla, se levanta de su asiento, mira nuevamente hacia el paisaje desconocido y llega hasta el conductor, evitando perder el equilibrio:
-¿Éste no va para la Unión?
El conductor lo mira, hace un gesto de asco y contesta.
-No, viejo. Éste va hacia fuera.
Una lágrima recorre su nariz:
-Por favor, la próxima.
-¿Qué?
-Me bajo acá.
-Como quieras, viejo.
Los muros del Cementerio del Norte le hablan con furia. Descascarados, están surcados de grietas. La llovizna cae hace tres días, mancha, ennegrece la pared. Teodoro se encorva como el sauce y empieza a caminar hacia el rumbo indicado. Muchas horas le esperan. Al llegar a la otra parada, hace señas a un ómnibus que circula en sentido contrario. Sube, suspira, hace como que busca el dinero para pagar el boleto y gana dos cuadras.
-¿Éste va a Peñarol Viejo?
-No, señor. Éste va hacia la Unión.
-Ah, gracias. Bajo en la próxima.
El gesto del conductor es de fastidio. Mientras Teodoro está bajando, el coche arranca. El viejo trastabilla, cae y vuelve a levantarse. Indiferente, el vehículo continúa su marcha. Mientras el cielo se pone casi amarillo, el olor a azufre invade el ambiente. Teodoro se cala la boina, recoge el bulto del reloj y camina un par de cuadras. Al llegar a la parada siguiente, hace un alto. Suspira y reemprende el camino.
-“Ya falta menos”, -piensa en voz alta.
Falta menos. En ómnibus son cincuenta minutos. Pero Teodoro va a pie. Pasa un automóvil que no elude el charco. Mojado, sucio y enfermo, Teodoro siente más ganas de llorar. Y llora. Limpia sus lentes de carey y sigue caminando. Ahora baja a la calle, para evitar los charcos de la vereda. Pasa otro auto y la bocina lo acusa de imprudente. Vuelve a circular por la acera mientras el frío le recuerda que tiene las suelas agujereadas. Se sienta en el cordón, se quita el zapato y lo rellena con un pedazo de papel seco que lleva en un bolsillo. ¿Para qué? Si en dos pasos se mojará de nuevo... Se calza, se levanta persistente, como la lluvia que decide ensañarse con él. Ahora cae más fría, más lluvia. Pero Teodoro tiene una misión. Camina unas diez cuadras sin detenerse. Entra en un comercio como si pidiese asilo.
-¿Sí?
-¿La calle Fray Bentos?
-Es más adelante. Siga por ésta hasta ver un cerco verde de transparentes a su izquierda. Fray Bentos es la calle que sigue.
-Gracias.
Un poco repuesto, Teodoro sale otra vez a la lluvia y el viento, que comienza a arreciar. Se mira en el espejo de una farmacia y se peina con la mano. La barba de dos días está casi blanca. Aprieta el paquete bajo el brazo y sigue caminando. Tose y sigue, chapoteando por obligación. El frío se le asoma a la cintura. Camina junto al paredón, su defensa ante el viento sin clemencia.
-¿Fray Bentos, señora?
-¿Cómo? –La mujer se sorprende ante el viejo, sucio y con un aspecto que la asusta.
-Sí. ¿La calle Fray Bentos? ¿Me queda lejos?
-No, son seis para allá. –aprieta la cartera y se aleja rápidamente. Mira hacia atrás una vez, dos veces y se pierde a la vuelta de la esquina.
Teodoro piensa que el hombre está solo en la vida: -“¿En qué vuelta habrán quedado mis amigos? Cuando uno es joven, bonito y tiene plata, aparecen de todos lados. Pero ahora, viejo y enfermo, no tengo ni para el boleto.” Sigue por la calle angosta y casi se olvida de la lluvia, insistente y dura. Al llegar a la curva, ve el cartel “ORO – ELECTRODOMÉSTICOS – ANTIGÜEDADES COMPRAMOS”.
La última reserva de dignidad le hace detenerse. Entra en la galería y desenvuelve el reloj. Mira la caja de roble lustrado, el carrillón de bronce, la esfera. Aún se escucha el leve tic-tac, tic-tac del latido que no quiere ser entregado a extraños. Tic-tac. El pulso del viejo suena más fuerte que el reloj. Aprieta las mandíbulas y siente el hambre socavando sus entrañas. En una vidriera se peina con los dedos, se alisa la ropa empapada y entra, resuelto a vender para comer.
El anticuario lo mide y ve el reloj:
-Ya dimos, vino una señora hace un rato...
-No, no. Yo vengo a vender el reloj de mi bisabuelo. No quería desprenderme, hasta hoy. Aún conservo los papeles de la compra en España.
-A ver... Pero no necesitamos relojes.
-Mire que este es muy antiguo. Tiene los números así, romanos. Yo sé de lo que hablo.
-¿Tiene la llave, para darle cuerda?
-Claro, está acá.
-¿A ver esos papeles?
-¿Le interesa el reloj? -Los ojos cansados de Teodoro brillan por un momento.
-Bueno, no sé. Le pago con un cheque.
-¿Y qué hago yo con un cheque? Hace años que no entro a un Banco. Y si voy, me van a preguntar de donde lo robé.
-Está bien. Le podría dar seiscientos. Es lo que tengo en efectivo.
-¿Seiscientos? Dos pensamientos flotan en el aire. –“Con eso, tengo para comer diez días.” y “Éste ve mi forma de vestir y abusa.”
-Tómelo o...
-¿Seis cincuenta?
-Ya le dije. No tengo dinero en efectivo y estoy por cerrar. Si quiere, venga mañana y le doy seiscientos cincuenta.
-Bueno. Deme seiscientos y liquidamos ahora.
Mientras el comprador abre la caja, el viejo siente más frío que antes, que en la calle. Mira las vitrinas con joyas falsas, las muñecas con cabeza de porcelana, la balanza de precisión y detiene la mirada en la mano que le tiende el fajo de billetes.
-¿Está contento, Don?
-Más o menos... pero es lo que hay. Usted le tiene que ganar.
-Cuando tenga algo más, tráigalo. Pero tenga cuidado. No se le ocurra robar. Nosotros no compramos robado.
-Descuide. Ya no tengo más nada para empeñar.
-Yo le decía... por si aparece algo.
-Gracias.
Ya más animado, el hombre sale del negocio y ve un bar. Mete la mano en el largo bolsillo del pantalón y aprieta el fajo de billetes contra la pierna.
-El baño es sólo para clientes.
-No preciso el baño. ¿Puede ser una milanesa al plato, con un huevo frito y un vaso de vino tinto?
-¿Y con qué va a pagar?
-¿Cuánto sale?
-Son cuarenta.
El cajero del bar sabe que puede echarlo. Sin embargo, al ver el dinero, cambia de actitud.
-Vaya, tome asiento. Ya se lo llevo a la mesa. ¿Viene de lejos?
-Del Cementerio del Norte.-

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